miércoles, 30 de septiembre de 2009

Juan


Dos botellas de whisky, tres de ginebra, cuatro cartones de vino, tres paquetes de cigarrillos, cinco bolsas de comida congelada para microondas, una caja de aspirinas, un frasco de café instantáneo y un paquete de papel higiénico. Eso es todo lo que había en su carrito de supermercado cuando él se encaminaba a la caja para pagar.
Tenía el pelo sucio y desprolijo, la barba crecida, la ropa manchada, ojeras, y un caminar algo inestable. Pagó y se fue.
Llegó a su casa, esquivó el pasto del patio delantero que le llegaba a las rodillas, sacó sus llaves del bolsillo y abrió la puerta. Al hacerlo el hedor a humedad y comida rancia lo envolvió. Prendió la luz de ese cuarto oscuro en cuyas paredes se podían vislumbrar los restos de lo que en algún momento fue un hermoso papel floreado.
En el centro de esa habitación se ubicaba un sillón viejo y arruinado sobre una alfombra cuya única decoración eran esas manchas de bebida derramada y algunos platos con restos de comida. Sobre una mesita ratona, entre vasos a medio vaciar y ceniceros repletos, resaltaba un retrato en el que se veía a un hombre de esmoquin y una mujer embarazada vestida de blanco.
Él cruzó la habitación sin quitarle los ojos de encima a la foto. Fue hasta la cocina, amueblada con una pequeña mesa atiborrada de botellas vacías. Dejó la comida congelada dentro de una vieja heladera que emanaba olor a podrido y se sirvió un vaso de la ginebra recién comprada al tiempo que encendía otro cigarrillo.
Prendió el toca discos, y mientras escuchaba "Viernes 3 am" se sentó en su sillón, como todas las noches, en vigilia, a esperar que el reloj marque las cinco, para a las seis estar en la fábrica y comenzar su turno.

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